Carla

moda-silla-de-ruedas

A Carla le gustaban mucho demasiado los boliches. Amaba de ellos esa aceitada capacidad de emborronar los sentidos, el sentido crítico, toda ilusión naciente y prometedora. Por supuesto que ella ignoraba todo esto. Si alguna vez lo sospechó, es probable que lo haya disimulado muy bien. Pero no creo. Los boliches funcionaban como un escapismo. Era notoria su necesidad de difuminarse en ellos: prefería huir a darse cuenta de estar huyendo. Su preferencia por mí, al menos en un principio, se supeditaba al aburrimiento trimestral de sus salidas estudiadas y puntuales, que le quemaban. El hecho de estar en su vida era para ella, supongo, un artilugio, una manera rudimental que le servía para no pensar en su trabajo, o en la tristeza del mundo que la alcanzaba incluso si no veía los noticieros, o en el hecho de demorar al infinito las carreras universitarias que empezaba (demora que sus padres o sus amigas casadas y embarazadas y mantenidas no dudaban en recordarle, a modo de reproche), o en el cáncer de su tía, a quien veía más bien poco, sin embargo. Ese artilugio nos unía. O mejor dicho, ambos, quizá sabiéndolo, o intuyéndolo, nos servíamos de ese artilugio para reventarnos las telarañas de nuestras vidas. Gracias a eso, nos veíamos una o dos veces cada dos semanas. Casi siempre era domingo. Casi siempre éramos tres: ella, su resaca y yo. Hacíamos el amor ardua pero amargamente, como por imposición de una tutela que habíamos acordado sin palabras. Así fluía la vida para nosotros, en la espera y en el acabamiento de una relación que nos permitía sentir algo parecido al compañerismo. Y digo parecido porque creo que ninguno se engañaba en pensar que aquello realmente fuera un compañerismo. Si bien nos usábamos para fines eminentemente egoístas, no disfrutábamos menos; al contrario. Si sirve como dato, nunca tuve necesidad, mientras estuve con ella, de otros valores que los que ella me ofrecía. Si es justo que me incumba la inferencia, creo que ella tampoco necesitó de otra fiebre o de otra musa. Muso, a bien decir.

Algo saludable era no vernos seguido, para no matar el ansia. Eso hay que destacarlo. Esa visión realista fue una de nuestras primeras coincidencias, si basta eso a modo de una explicación de nuestra unión.  Nos había presentado el Huguito, en la primavera húmeda y calurosa del 2005, en el velatorio de su madrina Albertina Tomasa Caprelli de Baseville. Huguito se había sentido obligado por su padre a ir al velatorio. En eso también coincidimos Carla, Huguito y yo. En lo de sentirnos obligados. Huguito pensaba que su padre hinchaba el número de asistentes porque creía que, de esa manera, el dolor no sería tan dolor. Carla afirmaba, en cambio, que en el número de asistentes, el padre de Huguito, pretendía sellar la importancia del apellido, una costumbre patética y patricia. Preso de alguno de esos avatares, Huguito había decidido, horas antes del velatorio, llamar a sus amigos queridos para solventar, con chistes fuera de lugar, el transcurso de esa tarde. Claro que para esos eventos, a mí me molestaba ser una persona muy allegada a él. Carla es su prima, pero también la promotora de casi todos los noviazgos, fallidos, justamente fallidos, en los que se vio envuelto Huguito. Esa tarde llegué solo, lo saludé y salí enseguida a fumar. Carla también. Me acompañó en silencio. Cuando sale Huguito, nos presentó y sentó el primer precedente entre ella y yo. Ella estaba vestida sobriamente, al revés de todas las orondas mujeres en el velatorio. Eso me gustó. Yo veía en su vestimenta una manera de alejarse de la muerte. Yo me subí a ese tren. Luego acordamos vernos al día siguiente en el boliche, muy a mi pesar, para continuar con la ronda de chistes que habían iniciado Huguito y El Trompa esa tarde. Fue la última vez que fui a un boliche. Sin embargo, continuamos viéndonos en su casa o en la mía. Una noche, una lluvia propició mi invitación para que se quedara a dormir. Habíamos bebido para que no costara que alguno salte encima del otro. Lo hice yo. Torpemente, desde luego. En la mañana, antes de irse, me despertó y susurró que mi casa era el lugar indicado para olvidarse de la muerte, a lo que agregó que nunca dejaría de ir al boliche, a modo de advertencia, aún sabiendo que yo no objetaría lo más mínimo.

Gradualmente, fuimos sintiendo que uno era el gatillo del otro. La discusión fue un terreno que nunca visitamos. Yo me vengaba de mi propia vida en su cuerpo, enlazado a una orquesta inestable que arañaba la cordura para desfigurarla. Ella hacía lo propio. Y fuimos haciéndonos los únicos hablantes de esa particular lengua mestiza en que cabían los decoros, los desenfrenos, la música palpable de los días y las noches doblándose en mi cama. “Yo no soy tuya” decía cada vez que huía del boliche mucho antes de que terminara para entrar a mi casa a la madrugada, luego me mordía los labios y las ganas. Luego el tumulto. Luego el lenguaje. Luego despertarme solo, revuelto entre su perfume y el olor a cerveza. Trabajar, comer, dormir, y luego ser arrancado del sueño en la madrugada, el azar de los días de la semana, por su boca inconquistable en mis cueros que no sabían pedir otra cosa más que su fuero desencajado de ese niño molesto que es la forma correcta de los modales de los buenos hogares. En ese arrabal altisonante de su queja y de sus piernas, habitaba la cadencia de mi forma de contar los días. Yo sobrevivía a mí mismo en esa funda de carne y ese deseo plausible, enemistado con la rutina y la fatiga de la modernidad. Una vez me dormí dentro de ella. Por eso la sentí levantarse para ir a su laburo. Fue la única vez que la vi vestirse. El carnaval de sus púas que brillaban en mi espalda duraban días enteros, y así el hiato hasta volver a verla era un incordio.

Era hermosa Carla.

Ella emprendía el amar con un torbellino de actitudes frescas, con una inocencia, que si bien me parecía un poco actuada, me convencía de no hacerle saber que no toleraba, no toleré nunca, la actuación de la modorra, del amor, incluso de la lujuria. Es decir, quizá ella actuaba todas las facetas de los acercamientos, de las esperas, pero lo hacía con inocencia, y en esa inocencia se desparramaba su encanto concreto, y no en la actuación. Encanto que no disminuyó un ápice cuando ocurrió que empezó a tomar mucho. Es decir, cuando empezó a tomar la misma cantidad que yo.

La mañana que renunció a su laburo, vino a casa y dijo que no podíamos estar juntos. Mi pero se ahogó en su saliva. Por suerte. Ese martes, yo falté a mi laburo también sin avisar, y consumimos las horas inmersos en el arrabal. El arrabal altisonante. No había ningún plan para desarrollar las potencialidades de ese entramado de arrebatos. A ambos nos aburría la estabilidad. Y tal vez por eso mismo, porque no creíamos en los planes, fue que insinuamos uno. Nos comentamos la hazaña particular de ser, de convertirnos, alguna vez, en un centauro humano. Una especie de centauro de dos piernas “las mías son más propicias para la empresa” me decía ella. Lo imaginábamos bello, divergente, de estéticas variables según el grado de imaginación. Pero coincidíamos en que debía tener nuestros troncos y un solo par de piernas. Como siameses unidos por la cintura. “Es necesario que ambos conservemos el tronco, nuestros torsos, nuestras cabezas, brazos, cerebros, individualidades. Más que nada porque yo no soy tuya.», decía y se reía de su propia vulgaridad, yo comprendí al reírme que compartía esa vulgaridad, cosa que era adjudicable más que nada al alcohol. Como yo soy detallista, quise imponer mis mejoras a ese Frankestein adorable. En eso estaba cuando me barrió su beso, su mordida. Con ella las cosas eran a descerrajarse o a nada. La tiré boca abajo con violencia y me entregué y me subrayé sobre esa espalda tan blasfemia incluso para la belleza.

Me despertó su grito. Es decir, la novedad que eso significaba y encubría. El centauro siamés había venido. Es decir, nos había realizado. O mejor dicho aún, habíamos realizado al siamés. Ella gritó otra vez y luego comenzó a llorar, inconsolablemente. Al menos para mis esfuerzos era inconsolable. Siempre llorando, prendió un cigarrillo. Miró la hora, producto de la irrealidad, del nerviosismo, mientras su llanto, con picos, se iba apagando. Por la ventana, la luz de la luna que entraba definía la forma de ese horror. Al final, eran mis piernas las únicas que poseía ese ser. Nuestro ser. El ser que éramos, que seríamos, a partir de ahora. Aflorábamos vistosamente desde esas piernas, mis piernas, con mis pelos. Mis piernas las piernas de los dos. Quise levantarme pero las piernas eran ingobernables. Las rasguñé y ella gritó, esta vez de dolor. Un poco más debajo de nuestros sexos, empezaba la unión, solemne, irreal, fastuosa, limpia. En este ser, ella me daba la espalda. Florecía su espalda y su culo precioso desde la unión. Ella, para verme, tenía que torcerse un poco, mirar por sobre el hombro. Yo no lloraba, por lentitud de pensamiento. Lo último que recuerdo es su puteada y su codo estrellándose en mi cara.

Dicen que estuve muerto unos minutos y en coma durante meses, cerca de un año. La tarde que desperté una enfermera hacía masajes en mis piernas. Pudorosamente una sábana reducida me cubría el sexo erecto. Me miró a los ojos, sonrió y dijo, señalando la mesa de luz, que tenía mucho para leer y se fue. Me anunció que iba a dar la noticia a mis familiares. Sobre la mesa de luz había cartas sin abrir de ella. Dice que se fue a España, de sus parientes paternos. En la última carta enviada hay una foto. Se ve un hombre que, a decir verdad, se me parece, sólo que con pelo largo, arrodillado junto a su silla de ruedas, que sabe de mi existencia. Ambos sonríen. Se va a casar y no cree óptimo invitarme, si yo despertara antes de eso.

Deja un comentario