Puse “Lamberti” en el buscador de Google y me saltó un tal Hernán. Jugador de fútbol. 36 años. Peladito, parecido al Chino, el chabón ese que se copaba conmigo haciendo air guitar cuando poníamos el Chaos A.D. a todo culo en el grabadorcito rojo, regalo de mi vieja. A mí me salían mejor los ademanes. Me gustaba eso, a pesar de ser un triunfo vacío, un logro para nadie.
Como segunda opción me salta un tal Oscar, ex futbolista.
Tengo iniciada la sesión y sin embargo Google sigue sin conocerme. Yo buscaba al escritor cordobés, contemporáneo de Mairal, de Incardona, de Casas. No se puede confiar en Google. No me interesa el fútbol, che, Google. Dale, si ya busqué antes al escritor, el del loro que podía adivinar el futuro, el del tío Gabriel. Me interesaba rastrear una frase sobre un beso, una descripción brutal que había leído en alguna oportunidad. Ahora dudo de si era Lamberti el que había escrito eso. Definitivamente, no fue Hernán. Bah, no creo. Tengo la sensación de beso un poquito vívida aún en la jeta, de cuando visité a la companegra hace unas semanas. Me pregunto si la sensación tendrá que ver con una operación deliberada de mi cabeza. Además, me pregunto si es toda la reminiscencia que se puede recobrar. Mi beso continúa en el suyo, que es una trampa y una casa. Los besos (me hizo entender ella) empiezan en la ausencia, o en la distancia, mejor dicho, que es desde donde se construyen las posibilidades. Lo que nos sobra es distancia, pandemia, restricciones varias. Por eso construimos promesas de besos, un poco inevitablemente. Cuando nos besamos, lo hacemos como saldando una deuda antes que vivirlo como resplandor de un presente. Tienen hambre antes que espontaneidad. Siempre nos debemos besos. Dice la companegra que el deseo se construye al margen de la conciencia, empujado por dibujos, gestos de compañerismo esparcidos al voleo, y que cuando ocurre, tiene la piel y el contenido de un accidente, pero que si se lo mira bien, se le pueden distinguir las señales que lo venían auspiciando. Me parece que no está mal pensar lo mismo con los besos. Qué curiosidad tan agradecida: en mis labios me parece advertir el sabor tímido del Marlboro, el perfume flotante de la Ipa. Se me ocurre sentir también que el beso, la sensación de beso, de accidente, es trasladada de uno al otro como ofrecimiento, como proposición de juego, es consultarle cabida y aquiescencia. El beso continúa en el otro y por el otro, aunque venga de más atrás. Y después, en la confusión creciente de las identidades, se gesta un beso que ya no pertenece a ninguno pero del que hay que hacerse cargo; buscarle casa, momento, comida y terreno. Se le consigue, claro. Y siempre hace calor y humedad cuando se le consiente y se le celebra la claridad de la existencia, que luego, de tan claro y de tan existente, uno le quiere alargar el latido, escribiendo boludeces y carnadas que el significado quiera morder, que sirvan para hacerle un caminito y que venga a mitigar un poco este ahora en que la companegra no está. Pero sí, además, en las yemas de los dedos pareciera seguir latente la sensación de caricia tenue y comprobatoria sobre la tela del vestido jipi colorinche, y a través de él, también al cuerpo inmediato, todo eso ocurriendo como fundamento del hormigueo deseante alrededor de la jeta, mucho más en el labio inferior, donde resuena de otra manera, se alza como una electricidad propositiva, y de golpe se entiende que hay que morder o amasar el labio, la electricidad, para frenarle un poco la urgencia y que en ese vaivén cae, como una verdad madura, la calidez y el alivio de saberse en casa, un beso como una casa, con fondo de mesada, platos sucios apilados, el pis de Andrea, sahumerio humeando, el ruido de la obra entrando por la ventana. El abrazo que le sigue al beso como casa. Toda la Negra erigida como pajarito en pandemia. Y nada. Esas cosas. Que sonrío por haber construido ese recuerdo, me sonrío por protagonista, subido a esta pausa de ella.
Luciano era. Luciano Lamberti era el escritor, pero ahora me parece que no dijo nada sobre besos, o por lo menos sobre algún beso que se parezca al que me late por ausente. Me voy a buscarlo al libro de Clarice. Capaz, quién te dice, está ahí. O en alguno de Gelman.
