Panza mía

Mi panza es un animal quieto. Luctuoso como inoperante. No está aferrado a mí, pero de alguna manera es yo mismo. Se formó, se forma, a la sombra de acontecimientos que nunca lo incluyen y a los que yo me doy entero, no tanto por decisión sino más bien porque no es posible otra cosa, porque cabe aclarar que tampoco uno anda por la vida torciendo destinos o cosas así. Ya sea que mientras yo estuviera ahí en el paraíso disertando sobre la importancia de una peca bajo tu boca, o una baba, o separando la plata para pagar la luz, o abordando un taxi que me saque de lugares olvidables, mi animal estaba ahí, acurrucado, paulatino y agrandándose según el avatar de mis circunstancias. Como cuando de manera desganada o desprolija, puedo notar que se agranda como un sol, descubriendo al aire, y a mí mismo, pliegues insospechados, como broncas, como insurgencias. En cambio, cuando puedo ser fuerte y mantenerme en una postura ética precisa, prácticamente no existe. Hay algo que nos une, sin embargo: los viernes. Los viernes nos disfrutamos y podemos pensar en el otro como una existencia anexa pero feliz. La pizza de rúcula oficia esa conciliación. Durante ciertos paseos por el campo, sobre todo si ocurren luego de comer, mi animal ejerce una innegabilidad, uno trota con él, junto a él, a pesar de él, y pienso en los policías que nada saben de sí mismos como de correr ladrones, y ostentan bubones que desafían las camisas y la propia movilidad. Incluso la visión de su miembro. Un policía embubonado sólo puede apelar a sentir su pija con las manos, rodeando con los brazos su bubón, confiando en que no salpicará fuera del inodoro al mear, porque la visión se le reduce a planos apilados, uno sobre otro, cuando mira hacia abajo, en general, de esta manera:
– parte de su pecho con la camisa abierta
– bubón insoslayable, sin conciencia de clase
– tapa del inodoro
– todo lo demás.

A veces me ocurre eso a mí, después de sesiones de días de facturas, cuando no pienso tanto en lo que como y, por lo tanto, lo hago maquinalmente, sin reparar en cantidades o calidades o procedencias, como existir nomás. Como también, supongo, algunxs han hecho conmigo cuando me amaron.
Sé que no tiene buena prensa la panza, a juzgar por la Caras. Todos más o menos sospechamos los lineamientos más o menos generales acerca de la buena presencia o la decencia estética. Todos sospechamos que la belleza estética, que deja afuera panzas, acné, cortes taza, zapatitos náuticos, chombas, pulóveres atados al cuello, es siempre una excusa de cáscara, a veces ni siquiera una cáscara, que de última no puede sostener ninguna falta de ética. Alguien que luzca como un personaje de la Caras pero que milita en el Pro, o que dice «a los negros hay que matarlos a todos» o «lo que tengo me lo gané trabajando» pierde toda posibilidad de anhelo. Se divorcia en malos términos de toda posibilidad de calor y pasa a ser un candidato perfecto para encarnar al Night King. Ya no importa cuántas buenas tomas haya hecho de las duckfaces en Facebook o Instagram o Tinder. Es un Control + Z para cualquier deseo naciente.
Mi animal ha sido escondido, negado por vos. Me acuerdo de cómo lo usabas para apoyar el mentón y contarme las mierdas del mundo y pensé que no estaba del todo mal que sirviera de algo, aunque más no fuera para eso, para sostenerte la tristeza. Es justo que la vaya perdiendo, en la medida en que me doy cuenta de que era como una representación de tu presencia en mi vida, la afirmación de que podía dejarse ser un animal a sus anchas, con pelusas y todo, mientras vos anduvieras por el lado más radical de mi deseo.

Piano

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Ese piano se veía tan robusto. Eso es así, vos también me lo decías. Porque la gente que tiene bocha de guita como tu tía tiene que mantener una imagen más espectacular que particular: no iba a tener un Casio en la sala donde también están, aburridos, Rembrandt y ese Pollock ahí, desentonando un poco, con las alfombras hechas en algún país oriental. Quién iba a pensar que no nos iba a aguantar el arrebato. El furor. Si yo me miro, sólo puedo reírme: tengo los brazos más enemistados con el gimnasio de todo el mundo. Y además, soy inocuo amando. Si hasta nos reímos de eso y todo. Resulta hasta irrisorio que un cuerpo como el mío pueda esconder un furor. Pero volviendo a lo que quería decir, estabas tan linda ese día y además yo había chupado un cacho de vino pero vos también y además vos adolecías esa carga más que yo. Dejame ver si lo puedo dibujar: andabas descalza por la casa de tu tía que en su ausencia debíamos cuidar y barrer y sacar las plantas al sol y entraste a la sala de una manera tan girondeana, flotando casi, y esa (esa) pollera larga como que favorecía el estilo, era un poco el vino, lo sé, pero también vos y esa manera de llamarme con la jeta y la mirada. No había otra cosa que hacer que mirarte y saberse carcomido y asediado por un corso de ganas, de ímpetus, que vienen del centro del tronco. Y vos encima haces así con los ojos y me mirás la pija creciendo en ese pantalón medio jipi encima que se marca todo, como si tuviera algo que marcar. Ese pantalón es como yo, exagera las cosas y las deja medio al borde del falseamiento. Y te reíste. Perdón, te sonreíste. Y viste que yo una vez te dije que cuando vos sonreís así, como que no tengo miedo de nada, no hay miedo en ningún lugar el mundo, y que uno quiere quedarse a vivir en ese retazo, bueno, eso mismo. Me saqué el pantalón como un miedo y vos dale que cerrás los ojos y me mordés la jeta. Cantó un gallo del vecino por ahí y la sala de tu tía es tan careta, toda la casa en realidad, que uno se percibe extranjero ante tanto orden y siente que no está mal manchar tanta corrección con un impulso primitivo, primigenio, como decís vos. Casi no recuerdo, pero no me explico cómo hice todo el trabajo de levantarte y correrte la pollera, a lo mejor porque no soy yo, a lo mejor porque soy yo potenciado y fortuito pero con y por vos. Ja! Nunca más tuviste esa mirada que tuviste cuando estabas casi en el aire y el anillamiento fue tan gentil como milimétrico hasta que tu peso me vencía de a poco los brazos flacos y te apoyé sobre la tapa del piano y entonces el crack y vi cómo a tus espaldas se desintegraba la madera sobre el piso y vos con una mirada parecida a la que tuviste cuando estabas flotando pero que ahora ya encarnaba más la sorpresa que la lujuria, seguías abrazada a mí en el aire y yo mirando el piano reventado, reventándose y cayendo y es extraño, pienso, en cómo toda esa madera dispersa, abriéndose en cámara lenta, alejándose de nosotros, con martillos, vísceras y teclas, es, de alguna manera no tan rebuscada, una metáfora de lo que somos vos y yo ahora. Y luego de pensar esto, me da hasta cosa sospechar que ese piano era trucho.

 

 

Carla

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A Carla le gustaban mucho demasiado los boliches. Amaba de ellos esa aceitada capacidad de emborronar los sentidos, el sentido crítico, toda ilusión naciente y prometedora. Por supuesto que ella ignoraba todo esto. Si alguna vez lo sospechó, es probable que lo haya disimulado muy bien. Pero no creo. Los boliches funcionaban como un escapismo. Era notoria su necesidad de difuminarse en ellos: prefería huir a darse cuenta de estar huyendo. Su preferencia por mí, al menos en un principio, se supeditaba al aburrimiento trimestral de sus salidas estudiadas y puntuales, que le quemaban. El hecho de estar en su vida era para ella, supongo, un artilugio, una manera rudimental que le servía para no pensar en su trabajo, o en la tristeza del mundo que la alcanzaba incluso si no veía los noticieros, o en el hecho de demorar al infinito las carreras universitarias que empezaba (demora que sus padres o sus amigas casadas y embarazadas y mantenidas no dudaban en recordarle, a modo de reproche), o en el cáncer de su tía, a quien veía más bien poco, sin embargo. Ese artilugio nos unía. O mejor dicho, ambos, quizá sabiéndolo, o intuyéndolo, nos servíamos de ese artilugio para reventarnos las telarañas de nuestras vidas. Gracias a eso, nos veíamos una o dos veces cada dos semanas. Casi siempre era domingo. Casi siempre éramos tres: ella, su resaca y yo. Hacíamos el amor ardua pero amargamente, como por imposición de una tutela que habíamos acordado sin palabras. Así fluía la vida para nosotros, en la espera y en el acabamiento de una relación que nos permitía sentir algo parecido al compañerismo. Y digo parecido porque creo que ninguno se engañaba en pensar que aquello realmente fuera un compañerismo. Si bien nos usábamos para fines eminentemente egoístas, no disfrutábamos menos; al contrario. Si sirve como dato, nunca tuve necesidad, mientras estuve con ella, de otros valores que los que ella me ofrecía. Si es justo que me incumba la inferencia, creo que ella tampoco necesitó de otra fiebre o de otra musa. Muso, a bien decir.

Algo saludable era no vernos seguido, para no matar el ansia. Eso hay que destacarlo. Esa visión realista fue una de nuestras primeras coincidencias, si basta eso a modo de una explicación de nuestra unión.  Nos había presentado el Huguito, en la primavera húmeda y calurosa del 2005, en el velatorio de su madrina Albertina Tomasa Caprelli de Baseville. Huguito se había sentido obligado por su padre a ir al velatorio. En eso también coincidimos Carla, Huguito y yo. En lo de sentirnos obligados. Huguito pensaba que su padre hinchaba el número de asistentes porque creía que, de esa manera, el dolor no sería tan dolor. Carla afirmaba, en cambio, que en el número de asistentes, el padre de Huguito, pretendía sellar la importancia del apellido, una costumbre patética y patricia. Preso de alguno de esos avatares, Huguito había decidido, horas antes del velatorio, llamar a sus amigos queridos para solventar, con chistes fuera de lugar, el transcurso de esa tarde. Claro que para esos eventos, a mí me molestaba ser una persona muy allegada a él. Carla es su prima, pero también la promotora de casi todos los noviazgos, fallidos, justamente fallidos, en los que se vio envuelto Huguito. Esa tarde llegué solo, lo saludé y salí enseguida a fumar. Carla también. Me acompañó en silencio. Cuando sale Huguito, nos presentó y sentó el primer precedente entre ella y yo. Ella estaba vestida sobriamente, al revés de todas las orondas mujeres en el velatorio. Eso me gustó. Yo veía en su vestimenta una manera de alejarse de la muerte. Yo me subí a ese tren. Luego acordamos vernos al día siguiente en el boliche, muy a mi pesar, para continuar con la ronda de chistes que habían iniciado Huguito y El Trompa esa tarde. Fue la última vez que fui a un boliche. Sin embargo, continuamos viéndonos en su casa o en la mía. Una noche, una lluvia propició mi invitación para que se quedara a dormir. Habíamos bebido para que no costara que alguno salte encima del otro. Lo hice yo. Torpemente, desde luego. En la mañana, antes de irse, me despertó y susurró que mi casa era el lugar indicado para olvidarse de la muerte, a lo que agregó que nunca dejaría de ir al boliche, a modo de advertencia, aún sabiendo que yo no objetaría lo más mínimo.

Gradualmente, fuimos sintiendo que uno era el gatillo del otro. La discusión fue un terreno que nunca visitamos. Yo me vengaba de mi propia vida en su cuerpo, enlazado a una orquesta inestable que arañaba la cordura para desfigurarla. Ella hacía lo propio. Y fuimos haciéndonos los únicos hablantes de esa particular lengua mestiza en que cabían los decoros, los desenfrenos, la música palpable de los días y las noches doblándose en mi cama. “Yo no soy tuya” decía cada vez que huía del boliche mucho antes de que terminara para entrar a mi casa a la madrugada, luego me mordía los labios y las ganas. Luego el tumulto. Luego el lenguaje. Luego despertarme solo, revuelto entre su perfume y el olor a cerveza. Trabajar, comer, dormir, y luego ser arrancado del sueño en la madrugada, el azar de los días de la semana, por su boca inconquistable en mis cueros que no sabían pedir otra cosa más que su fuero desencajado de ese niño molesto que es la forma correcta de los modales de los buenos hogares. En ese arrabal altisonante de su queja y de sus piernas, habitaba la cadencia de mi forma de contar los días. Yo sobrevivía a mí mismo en esa funda de carne y ese deseo plausible, enemistado con la rutina y la fatiga de la modernidad. Una vez me dormí dentro de ella. Por eso la sentí levantarse para ir a su laburo. Fue la única vez que la vi vestirse. El carnaval de sus púas que brillaban en mi espalda duraban días enteros, y así el hiato hasta volver a verla era un incordio.

Era hermosa Carla.

Ella emprendía el amar con un torbellino de actitudes frescas, con una inocencia, que si bien me parecía un poco actuada, me convencía de no hacerle saber que no toleraba, no toleré nunca, la actuación de la modorra, del amor, incluso de la lujuria. Es decir, quizá ella actuaba todas las facetas de los acercamientos, de las esperas, pero lo hacía con inocencia, y en esa inocencia se desparramaba su encanto concreto, y no en la actuación. Encanto que no disminuyó un ápice cuando ocurrió que empezó a tomar mucho. Es decir, cuando empezó a tomar la misma cantidad que yo.

La mañana que renunció a su laburo, vino a casa y dijo que no podíamos estar juntos. Mi pero se ahogó en su saliva. Por suerte. Ese martes, yo falté a mi laburo también sin avisar, y consumimos las horas inmersos en el arrabal. El arrabal altisonante. No había ningún plan para desarrollar las potencialidades de ese entramado de arrebatos. A ambos nos aburría la estabilidad. Y tal vez por eso mismo, porque no creíamos en los planes, fue que insinuamos uno. Nos comentamos la hazaña particular de ser, de convertirnos, alguna vez, en un centauro humano. Una especie de centauro de dos piernas “las mías son más propicias para la empresa” me decía ella. Lo imaginábamos bello, divergente, de estéticas variables según el grado de imaginación. Pero coincidíamos en que debía tener nuestros troncos y un solo par de piernas. Como siameses unidos por la cintura. “Es necesario que ambos conservemos el tronco, nuestros torsos, nuestras cabezas, brazos, cerebros, individualidades. Más que nada porque yo no soy tuya.», decía y se reía de su propia vulgaridad, yo comprendí al reírme que compartía esa vulgaridad, cosa que era adjudicable más que nada al alcohol. Como yo soy detallista, quise imponer mis mejoras a ese Frankestein adorable. En eso estaba cuando me barrió su beso, su mordida. Con ella las cosas eran a descerrajarse o a nada. La tiré boca abajo con violencia y me entregué y me subrayé sobre esa espalda tan blasfemia incluso para la belleza.

Me despertó su grito. Es decir, la novedad que eso significaba y encubría. El centauro siamés había venido. Es decir, nos había realizado. O mejor dicho aún, habíamos realizado al siamés. Ella gritó otra vez y luego comenzó a llorar, inconsolablemente. Al menos para mis esfuerzos era inconsolable. Siempre llorando, prendió un cigarrillo. Miró la hora, producto de la irrealidad, del nerviosismo, mientras su llanto, con picos, se iba apagando. Por la ventana, la luz de la luna que entraba definía la forma de ese horror. Al final, eran mis piernas las únicas que poseía ese ser. Nuestro ser. El ser que éramos, que seríamos, a partir de ahora. Aflorábamos vistosamente desde esas piernas, mis piernas, con mis pelos. Mis piernas las piernas de los dos. Quise levantarme pero las piernas eran ingobernables. Las rasguñé y ella gritó, esta vez de dolor. Un poco más debajo de nuestros sexos, empezaba la unión, solemne, irreal, fastuosa, limpia. En este ser, ella me daba la espalda. Florecía su espalda y su culo precioso desde la unión. Ella, para verme, tenía que torcerse un poco, mirar por sobre el hombro. Yo no lloraba, por lentitud de pensamiento. Lo último que recuerdo es su puteada y su codo estrellándose en mi cara.

Dicen que estuve muerto unos minutos y en coma durante meses, cerca de un año. La tarde que desperté una enfermera hacía masajes en mis piernas. Pudorosamente una sábana reducida me cubría el sexo erecto. Me miró a los ojos, sonrió y dijo, señalando la mesa de luz, que tenía mucho para leer y se fue. Me anunció que iba a dar la noticia a mis familiares. Sobre la mesa de luz había cartas sin abrir de ella. Dice que se fue a España, de sus parientes paternos. En la última carta enviada hay una foto. Se ve un hombre que, a decir verdad, se me parece, sólo que con pelo largo, arrodillado junto a su silla de ruedas, que sabe de mi existencia. Ambos sonríen. Se va a casar y no cree óptimo invitarme, si yo despertara antes de eso.

Ezequiel

Durante la época en que laburamos en la misma fábrica, Ezequiel estaba enamorado, muy. O lo que sea que signifique eso a los 20 años de edad, en esta cultura. Es correcto decirlo así. La novia lo colmaba de mensajes a toda hora y él correspondía, con una disposición y una alegría que le molestaba mostrar a otros, porque viste que los varones sensibles al afecto son carne de cargadas. En la fábrica trabajamos de a yuntas; él trabajaba conmigo. De manera que yo era el espectador más cercano de ese vaivén amoroso. No pocas veces le tenía que llamar la atención por el uso excesivo del celular mientras laburábamos, porque si lo pescaban nos pegaban alta levantada a pedos a ambos, porque bien se sabe que el amor molesta al desarrollo apacible del capitalismo, del que él, por otra parte, desconocía existencia. Estaba empecinado en contestar todos los mensajes que la novia le mandaba. Nunca se acostumbró a la idea de que el último mensaje de whatsapp fuera de ella: él tenía que contestar siempre.
Nunca le pregunté acerca de su relación. Prefería esperar que él me contara a mí. Estaba seguro de que apenas me concibiera como confidente, lo iba a hacer. O en su defecto, apenas aparecieran los primeros problemas, me iba a contar, aún si no me tuviera como confidente. Una vez lo vi en la calle de la mano con su novia. Lo único que podía decir de ella eran apreciaciones estéticas, de esas que no dicen nada, en realidad. Era más alta que él, curvada y atlética, le sobraba por todos lados.
Desde luego, como carne joven que era, las ojeras de Ezequiel por las mañanas delataban una felicidad, o felicidades nocturnas. Mientras más pasaba el tiempo, el volumen y el color de las ojeras se le notaban más. Su peso corporal decaía paulatinamente, aunque era pura fibra. A veces se dormía en la máquina que compartíamos.
Una sola vez me distraje yo, y no vi venir al capataz. Ezequiel estaba acodado, rendido amorosamente en la mesa de la máquina de soldar, ignorando el peligro de los amperes que largaba esa cosa, a centímetros de su cabeza. El capataz nos cagó a pedos, obviamente, y nos separó por un día. Me puso como compañero al flaco Esteban, aprendiz de cerrajero, misógino, facho, ignorante. Como el flaco faltó al día siguiente, lo tuve de nuevo a Ezequiel conmigo. Estaba más atento ahora, pero con las ojeras de siempre.
Cuando amagaba pestañear, le sacaba conversación, como se hace con los automovilistas trasnochados. Le preguntaba vaguedades: para qué sirve el amor, cuál es la manera de averiguar para qué estamos acá, si es posible otro mundo aparte del que conocemos, si el gato de Schrödinger estaba muerto o no, quién ganaba una pelea entre dios y Lemmy, y cosas así, que me lo devolvían al mundo de los que producen.

Una vez publiqué un poema espurio en Facebook, que tenía la palabra “espurio”, la borgeana “baladí” y “anillamiento”, como sinónimo de garche. Si bien oculto esas cosas a estos boludos de la fábrica, se ve que se filtró y me empezaron a gastar. Me acusaban, muy a su manera, de lo que podría resumirse como elitista, porque ellos no me entendían. Tiempo después, tampoco yo entendería para qué publico esas porquerías.
Mientras tanto, Ezequiel había entrado en esa fase de la relación en la que sentía que todo amor tiene que ser meritorio, o que uno lo gana y sobre todo lo conserva a base de hazañas. Hice lo que pude para sacarlo de ese lugar, que es incómodo, muy. Y espurio. Qué linda la palabra espurio, no?
En fin, no tardó en pedirme que escriba algo “de amor” (sic) para dárselo a la novia como ofrenda, como gesto. Accedí luego de que me lo pidiera cinco veces en menos de un minuto. A mí me parecía un despropósito hacer eso: había tanta distancia ideológica entre Ezequiel y yo, que me parecía que la novia lo iba a tomar por otro tipo, noción a la que se llega, me parece, en toda relación en algún momento, pero yo no quería acelerar ese proceso. Ezequiel me escribía por whatsapp todo el tiempo, demandándome que escriba algo “aunque sea cortito, Nolber”. Yo me ponía a escribir pero no me gustaba lo que me salía. Se lo comentaba a Ezequiel. Me decía que me esperaba pero me exigía celeridad, como se hace en el amor también.
Una vez me acordé de Alejandra, una piba que conocí cuando tocaba con mi banda, a la que yo veía cuando iba a tocar a The Wall, en Rosario. Me pareció que se ajustaba a lo que, según yo, debía percibir Ezequiel de su novia.
Alejandra era liviana, sus rulos eran un estadío ampuloso al margen del mundo, soberbia de un modo no vanidoso, malhumorada, tenía una forma amable, irresistible de adobarme el ego, me criticaba mucho la manera de tocar que yo tenía. Tenía un poder sobre mí, algo que me sobornaba y me inducía a quererla tan irremediablemente; era como una fuerza que nacía desde su ética y reventaba en sus ojos verdes y uno se embadurnaba de esa fuerza y se sabía preso de un arrebato, de una brusquedad tan violenta que uno detestaba el mundo por no dejarnos tan solos como queríamos en el momento en que lo queríamos. Alejandra me hervía en la mitad del cuerpo y no hacía falta que ella hiciera nada. Así que garabateé algo en el anotador de celular, optando por dejar de lado la tristeza, la solemne tristeza de no haberla visto más por The Wall ni por whatsapp. También me cuidé de no escribir la palabra “amor” en ningún momento. Me brotaban las palabras como las ganas de cuando estaba frente a Alejandra. Dejé de escribir bruscamente y tuve que calmarme bruscamente. Guiño guiño. Me dormí con placidez.

Al día siguiente, un sábado somnoliento, como todas las mañanas, Ezequiel me preguntó si había escrito algo; le dije que había empezado algo que me gustaba, le dije que no estaba completo. Dijo que no importaba, insistió en que se lo mandara a whatsapp. Accedí, pero recalqué que estaba incompleto, que había que poner comas y otras necesidades básicas. Le brillaban los ojos y me agradecía más con los ojos que con el “gracias, Nolber”. A la tarde no vino a laburar. Me pusieron de compañero al tano Costellini, hablador, hincha de fútbol, adicto a TyC Sports. En el recreo le mandé un mensaje a Ezequiel, preguntándole si le había pasado algo. Me respondió que se había peleado, que la novia lo había dejado. Cuando le pregunté por qué, me dijo que ella se enojó cuando leyó que el escrito estaba dedicado a una tal Alejandra. Ella se llamaba Belén.